Recuerdo cuando era niña y muchas de las cosas se
fundamentaban en mi timidez.
Recuerdo aquel compañero de curso que tanto me
gustaba, pero que lo llevaba en silencio junto a mí.
Recuerdo el caminar por afuera de la sala, cuando aquel
niño se sube por la ventana y al abrirla lanza un escupo en
mí, eso fue una marca, una herida y un rechazo del mismo
ser, por quien yo creía sentir algo muy bonito.
Fue así como mi amor, mi valoración y mi propia
autoestima se fue hiriendo, desde ese amor inocente a un
rechazo a mi propio ser. Aquello que nunca esperas es lo
que a veces marca mucho más.
¿Cómo actuó? Sucedió con el tiempo, primero comenzó mi
ansiedad en la comida, no quería verme en el espejo, deje
de cuidar de mí y con el paso del tiempo, cuando llegue a la
adolescencia, solo buscaba a alguien que me haga sentir
bonita y especial, no importando la forma.
Fue así como permití que muchas cosas en mí se rompan,
creo que deje de sentir.
Constantemente buscaba que las personas me valoren y
me acepten, necesitaba que ellos lo hagan para sentirme
bien, continuamente fingía ser alguien que no era, para
poder encajar y gustar a los otros.
Parte de lo que sucedía en mi hogar me afecto mucho, en
especial en las decisiones de lo que realmente yo quería
para mí, dejando que fuesen ellos quienes decidan por mí y
mi futuro.
Hoy quiero contar como comencé a darme cuenta de todo
esto.
Cuando las noches se hacían largas y al acostarme todo en
mi seguía igual.
Ese miedo que me impedía mirarme al espejo y verme a los
ojos, porque en mi solo había alguien muy herido.
Fue así como viví varios años desde esta misma comodidad,
donde ganaba hacia fuera pero por dentro me seguía
perdiendo.
Recuerdo cuando en un taller de expresión en la
universidad, la profesora realizó una actividad, en
donde debíamos mirarnos al espejo, prestar
atención y hablarnos, fue ahí cuando rompí en
llanto, porque no quería verme, no sabía hablarme
bonito como lo haría una persona con
potencialidades, ya que solo había inseguridad,
desprecio, cautela y miedo en mí.
Fue ahí donde hice clic y pude ver toda la herida que
habitaba desde muy pequeña en mí, pude reconocer
lo desconectaba que estaba de mi misma.
Siempre desprecié mis capacidades y no tenía
fuerza para tomar mis propias decisiones.
Desde ahí me vi, me sentí y me comencé a escuchar,
empecé a buscar métodos de reconciliación con mi
inteligencia, creatividad, seguridad, confianza y
amor propio.
Yo creía que ambos, autoestima y amor propio eran
lo mismo, sin embargo, están ligados, pero son
totalmente diferente, cuando se habla de
autoestima se refiere la confianza en tus
capacidades, valorando la seguridad que se vincula
no solo al aspecto físico, también a la inteligencia,
profesión, al carisma, la creatividad o incluso a la
capacidad adquisitiva.
Cuando hablamos del amor propio, este profundiza
mucho más, se trata de la aceptación, una
aceptación sin condición alguna, donde te sientes
en libertad de expresar todo lo que habita en ti, sin
prejuicios, sin señalamientos y sin miedos. Es un
sentir de libertad, por el cual somos capaces de
cuidarnos, ser responsables de uno mismo y saber
que somos dignos de nuestra propia felicidad y
amor. También que, en base de ese sentimiento,
podemos no solo recibir amor, si no de igual forma
poder entregar este a los demás. Conseguimos fluir
hacia el mundo con más seguridad, sin miedo y con
honestidad.